miércoles, 30 de diciembre de 2009
Otra entrada de prueba
domingo, 27 de diciembre de 2009
Generalmente estamos dispuestos a pasar por alto la embarazosa cuestión ética y estética de la inconmensurabilidad de una narración que tiene lugar virtualmente en otra dimensión, la del pasado, pero bajo las pretensiones de dar forma al imaginario social futuro. Los mundos creados por el cine de ciencia ficción ya sean una auténtica fantasía o una ficción siempre han guardado más relación con el pasado, lo cual parece paradójico, toda vez que se destine a este tipo de arte, justamente, la predicción del futuro.
Las ciudades del futuro no reflejan ya el futuro de la humanidad, sino sus últimos días. Se trata de ciudades tipo “del día después”, de aquellas catástrofes que han terminado con casi todo y en las que surge la retórica del comienzo, imbuida de unos presupuestos utópicos que son más perversos que lo natural que llevó a la destrucción.
Estas estéticas llevan a cabo torpes tentativas, cercanas al “romanticismo de acero” –escaparate moderno en lo tecnológico, pero con ideología romántica– del que hablaba Goebbels, en una situación en la que no se ha podido formar los nuevos hábitos. Desde esta perspectiva, todo lo que parece quedar de esos efectos son las simulaciones del cine ocultista que acompaña a una supuesta vuelta al desorden y el horror tan fascinante como su ilusoria realización.

Al carácter de impredecibilidad del futuro responde Gibson en su novela Pattern Recognition (traducida como Mundo espejo). Para éste, si “el presente no se está quieto”, entonces no hay un ‘ahora’, sobre el que poder asentar la imaginación de un futuro, con lo que sólo podemos presentir tendencias, reconocer pautas.
Pero, ¿se trata realmente de una impotencia de futurición o responde más bien a una demanda de mercado? Por un lado está el interrogante de Fredric Jameson (“Progreso versus utopía; o, ¿podemos imaginar el futuro?”, en Wallis, Brian (ed.) Arte después de la modernidad ) que refleja la afirmación de que somos incapaces de imaginar un futuro. Se trataría, una vez más, de una imposibilidad ahora basada en una incapacidad humana, con la excepción de que no se muestra en otros ámbitos.

Más potente es la preocupación por llegar a un consenso con el mercado. Se trataría de una mirada que contenta las peticiones de un público en minoría de edad. Y de ahí, el gusto por el horror, como también por las imágenes de un arcaísmo fácilmente asimilable. En la afición a las tecnologías de la ilusión y de los efectos especiales se esconde otra de las razones de su atractivo para la audiencia. Paradójicamente, su aureola documental y verista le plantea a la ciencia ficción una exigencia: apelar a los efectos especiales para fortalecer el realismo de sus ilusiones. Lo cual puede sonar extraño, en tanto que tales trucos se destinan a elaborar imágenes de lo irreal. Sin olvidar la tesis de Sontag (“La imaginación del desastre” en Contra la interpretación), que refuerza taxativamente esta coalición con el mercado, por la que el imaginario de la c.f. bebe del espectáculo del desastre. Para ésta, la parafernalia bélica de las películas de guerra pasa, sin transformación, a las de c.f, proporcionándole una plataforma desde donde ofrecerse a las audiencias para saciar en tiempos de paz el apetito visual más violento. Tristemente, la barbarie está institucionalizada y, como dijera Adorno, lo peor no es que haya ocurrido una vez (Auschwitz), sino que la produzcamos todos los días, no presumiblemente, en pequeñas dosis.
En las filas del verismo, además de los efectos especiales, también consigue alistarse el aspecto psicológico, siguiendo a la contra la línea iniciada por Vivian Sobchack (Screening Space. The American Science Fiction Film), para la que los “afectos especiales” se tornan en “efectos especiales”. La tesis de Sontag es que estas películas “reflejan ansiedades mundiales y […] sirven para calmarlas”, siendo instrumentos con los que proyectamos nuestros miedos al futuro. Sontag llega a una conclusión más amplia sobre los trabajos del género, a un síntoma de lo que ella evocativamente llama su “inadecuada respuesta” a los asuntos contemporáneos, pues también apunta hacia una consideración más ideológica del género: “hacer las obras de arte, más antes que menos, reales para nosotros”.

Un planteamiento como el de Jameson, nos acerca a ver cómo la exigencia más fuerte de este género es el verismo –en su sentido de verosimilitud–, objetivo que se lleva a cabo a través de una disposición esencialista y totalizadora.
Jameson, en el capítulo “La totalidad como representación” recogido en su Estética geopolítica, analiza la ‘alegorización nacional’, encargada de ofrecer representaciones narrativas basadas en la actuación de una colectividad por las que imaginar el destino nacional. Para éste, la causa viene dada por una incapacidad ideológica general para imaginar procesos directamente individuales y nuevos, y, por tanto, la tendencia a apoyarse en las garantías de paradigmas narrativos totalizadores ofrece siempre una solución.
El ansia de verosimilitud nos aboca a un retroceso temporal, que recibe su plausibilidad verídica de lo ya dado, ya que lo que se imagina como posible hecho real, generalmente tiene más que ver con lo eternamente humano que con la diferencia radical de otras propuestas culturales singulares. Y, se puede argumentar, ad hoc, que si el ‘factor temporal’ entra en juego para ganar en verismo, el ‘factor –universal– espacial’ va más allá garantizando la propia inmersión del espectador en la realidad del filme.
Jameson detecta como en el cine policíaco se entrecruzan dos niveles de realidad: el individual y el colectivo; como si se tratara de una asociación o negocio común entre la víctima –particular– y su verdugo –colectivo–. En estas representaciones globalizadoras lo que se pretende es una colectivización de las funciones en la medida que sea posible. Si el marco es universal, la escena no solo es verídica, sino que despierta un sentimiento que puede ser traducido con el ‘también te puede pasar a ti’. Pues, como traduce directamente Jameson, no se trata de una víctima individual, sino de todo el mundo, o de un malo individual, sino de una realidad ubicua, como tampoco de un detective con una misión concreta, sino más bien alguien que irrumpe en ese entramado como cualquiera lo habría hecho.
La falta de un imaginario futuro en la representación se exculpa desde la falta de una realidad que, caracterizada llanamente, siempre es la misma y siempre ocurre desde lo colectivo. No en vano, el factor geográfico y el temporal colaboran conjuntamente para dar forma a la pretendida universalidad.

La forma narrativa de la conspiración proporcionará el argumento más común en este tipo de sociedades uniformadas y totalitarias, repitiendo la vieja tensión entre lo universal y lo particular. La fórmula se deriva así: uno de los malos que han tramado el complot, rebasado por los acontecimientos, tiene que convertirse a su vez en detective y a continuación en víctima. Es el caso del protagonista de Equilibrium: en el momento en que avisa la situación en la que se halla inmerso, asumirá el papel de detective, al modo de los thrillers de conspiración, para descubrir que el lado del mal está formado por todo su círculo de amistades y familia, y que, en realidad, él es, como la población corriente, la víctima del sistema. Pero filmes como Equilibrium sólo guardan un aire de familia con las narrativas de la novela policíaca, en especial cuando el suceso misterioso puntual es reemplazado por otro suceso social de carácter más general o, más aún, por el sentido de que el misterio que se debe solucionar es la sociedad misma como un todo. El caso más rotundo, y a la vez dramático, es la conspiración convertida en guerra dentro del sistema: la guerra contrarrevolucionaria o de represión, emblemática de las distopías totalitarias.

En estas, la categoría del personaje principal o héroe protagonista se recupera con urgencia para compensar la uniformización a la que está confinado el resto. Es como si una singularidad empírica -quema de libros brutal o descubrimiento de un detractor del sistema, que termina recurrentemente con el asesinato-, y que en un primer momento asume la categoría de suceso, abriendo su sistema de personajes a eventos dinámicos más colectivos, consiguiese absolver con esa singularidad al conjunto de los sucesos, o mejor dicho, al ‘estado de cosas’.
Este representante del oficio conspiratorio, evitará las pequeñas represiones del burocrático día a día a favor de lo místico y personal: la imaginación, el recuerdo y el descubrimiento de cada uno de los sentidos. Es como lo que al final se revela Equilibrium, una conspiración moralista y totalitaria que, asqueada del tiranismo represivo que el órgano del poder estimula en la comunidad, termina con la instauración de una rápida campaña de exterminio en las escenas de uno contra todos.

Habitualmente, nos encontramos con que este cine adopta las formas del lenguaje de la irresponsabilidad, aunque sea con las mejores intenciones. Curiosamente, años después de escribir Un mundo feliz, Huxley escribió un prólogo donde se mostraba más optimista y querría haber mostrado la posibilidad para la humanidad de construir una sociedad cooperativa, de economía descentralizada, donde la ciencia y la tecnología tuvieran un fin humanista. Es sorprendente, como Huxley, y más tarde Orwell (1984), mostraron finalmente una mentalidad claramente progresista y, a pesar de ello o puede que por ello, mostraran su temor a la perversión de la tecnología y el socialismo.
En la medida en que las intenciones están implicadas, la advertencia de Neal Stephenson de que las tecnologías no harán con nosotros sino aquello que nosotros queramos ser, sigue vigente en la era de la ya comenzada alfabetización digital. Lo que necesitamos es una construcción de lo nuevo, en la línea iniciada por Boris Groys en Sobre lo nuevo, no basada en el sustento de credibilidad que proporciona la totalidad y la universalidad, sino en lo nuevo cultural. Y, aquí, es útil el poso que nos dejó Baudelaire de que lo nuevo puede presentarse tanto en la novedad como en la moda, porque ya no está sujeto a la totalidad. Lo que interesa es un futuro que sea una proposición de presente, no su negación. Y, en este sentido, somos nosotros los encargados de relevar estos imaginarios digitales por otros en los que seamos nosotros (pluralidad) y no un elegido excepcional –asignado sin criterios ciudadanos concretos– los protagonistas de este escenario al que damos forma.

-Comentario icónico de "Equilibrium"

-Comentario icónico de "Brazil"

-Comentario icónico de "V de Vendetta"

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